Vuelvo a aquel cine de verano cada 30 años más o menos

Hay cosas que reaparecen cíclicamente, como los partidos políticos que alguna vez se hundieron, y otras que nos empeñamos en rescatar, generando así los recuerdos sintéticos del mañana. Todos tenemos un cine de verano favorito de la infancia, pero no todos decidimos volver a ver si sigue igual. El mío, sí.

A veces ponemos filtros a fotos que no lo necesitan. © ÁNGEL PEREA / A.M.

Me gustan las playas de arena fina y sin piedras, y aunque siempre pensé que era un gusto unánime el otro día escuché que las de grano grueso no hacían barro ni se pegaban a los pies. “Ya, pero a cambio te exfolian”, repliqué sin venderlo como una ventaja. “Sí, pero llegas limpio a casa”, escuché a mi amiga. Me recordó a Holden, claro: “No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta algo, empieza a echar de menos a todo el mundo”. Nunca llueve a gusto de nadie.

Aún así, esta es mi columna y a mí me gustan la arena fina y las playas largas y anchas con pocas sombrillas. Desde siempre he hecho castillos en la arena, y cada vez que pienso en ellos me vienen a la cabeza Manolo García y Amaral aunque no estén en ninguna de mis playlists. Los castillos de arena son un poco como los castillos de naipes, pero al alcance de todo el mundo. Guardo una foto de adolescente en la que tengo el brazo metido hasta el hombro sacando arena del pozo. Los pozos hay que taparlos al marchar porque si no pueden caerse los niños un poco pequeños y quedarse atrapados para siempre. Además es fácil que sepan quién fue el vándalo: hay drones por todos lados. En esa foto con mi hombro desaparecido tengo la sonrisa más grande de toda mi vida. Ni en mi boda, ni al sacarme el carnet de conducir, ni aquella vez que 50 amigos de todas partes me montaron una fiesta sorpresa. Mi mayor sonrisa llegó mientras cavaba aquel hoyo y construí su consiguiente castillo asociado.

Me gustan las playas de arena fina y sin piedras, los paseos por la orilla al atardecer y el helado de leche merengada y turrón después de cenar calamares en un chiringuito. Cuando tenía 11 años me gustaba vestirme de punta en blanco para dar aquellos paseos con mis padres, con las zapatillas a estrenar compradas en las rebajas y la camiseta de marca que me hacía sentir élite. Totalmente blanca y con algún logo minúsculo en el flanco izquierdo del pecho. Exactamente igual que cualquier otra camiseta más barata sin logo, pero algo más cara y por tanto distinguida. Blanca brillante, más blanca de lo que estaría nunca más. Llegué a creer que esa camiseta le importaba a los demás. Me sentía, guapo aún exento de toda sexualidad, quizá entonces debería decir mejor elegante. Un niño elegante y blanco nuclear. Solía hacerme un pequeño tupé antes de salir que pronto se caía por tener el pelo muy fino. Por las noches, al llegar al apartamento, me untaban de aftersun toda la espalda.

Ahora me gusta sentarme en una piedra y comer pipas y beber powerade azul para quitarme el picor de los labios y también darme cuenta de que llego al cine de verano si aprieto un poco el paso. Hace dos semanas hice esto mismo y quise rememorar el verano de 1992. Llevo volviendo a esa playa los últimos cinco años, pero nunca había coincidido que pusieran una película adecuada, por ya vistas o por demasiado familiares. Esta vez me dio igual y prometí que me apuntaría a lo que fuera —si era un rollo nos saldríamos nada más empezar—. Solo quería hacer la liturgia entera, como un conjuro, a ver si así pasaba algo no previsto. La tarea consistía en hacer la cola detrás de gente más mayor incluso que yo, que llevaban sus bocadillos y sus latas. Yo dudaba si mi alijo estaría permitido dentro, y le transmití cierta preocupación a mi amiga, pero de repente una mujer con edad de estar jubilada me dijo: “Aquí se puede hacer todo lo que quieras, mira el cartel”. “Está permitido meter comida de fuera”, rezaba un folio pegado a la fachada. Como Black Mirror pero al revés. Como un capítulo de Lost después de vencer a Los Otros, pero en formato musical. La película era la comedia española más fresquita del verano, risas garantizadas. O casi. La taquillera: “Seis euros cada uno, por favor”.

Mi recuerdo estaba mal. Yo solo quería entrar a ese solar, al Cine Terraza Neptuno, para escuchar el sonido de las sillas metálicas arrastrándose sobre el cemento y formando filas desiguales, laberintos improbables como el cuerpo retorcido de la serpiente del Nokia. Llevaba frutos secos y una lata de cerveza y reí más por contagio que por convicción. Geolocalicé al niño que fui mientras veía La familia Addams, La pequeña pícara, El padre de la novia, ¡Alto!, o mi madre dispara o Wayne's World el año de las Olimpiadas de Barcelona, y me habría encantado tocarle el hombro, tirar algunas baldas de libros, como en Interstellar, solo que aún no he perfeccionado la técnica y habría molestado a muchos paisanos.

Cuando quedaban 40 minutos para el final, la pantalla se fundió a negro y de repente, un anuncio llenó de luz el cine entero como una segunda luna: “INTERMEDIO. Si lo desean pueden visitar nuestro ambigú donde con gusto les atenderemos”. Busqué ‘ambigú’ en la RAE del móvil, qué menos, y pensé que a Garci no le habría hecho falta. Entonces saqué una foto del recinto en un dispositivo con el que nadie soñaba hace 31 años, un chisme capaz de subir todo lo que alcanzamos a ver a una nube etérea de conocimiento y que puede darte cualquier respuesta sobre cualquier cosa en apenas segundos. Me planteé cómo registraría el momento análogo dentro de otros 31 años, cuando vaya a recrearme de nuevo a ese punto guía de chequeo existencial. Mi eternidad en dos clics, solo que entonces, puede que los datos me queden inyectados en el cerebro, inoculados como un virus. Si alguien es capaz de imaginarlo, alguien es capaz de inventarlo. Profecías autocumplidas las llaman.

Me gustan las playas de arena fina y sin piedras, los paseos por la orilla al atardecer y el helado de leche merengada y turrón después de cenar calamares en un chiringuito. Me gustaba vestirme como el niño protagonista de una moda infantil, un poco altivo, un poco sofisticado, con la piel tostada pero no mucho, oliendo a colonia Hugo Boss y el flequillo alzado al viento. Hoy me gusta llevar pantalones de surfero aunque no haya olas y arrastrar las chanclas sobre el cemento como hacía mi padre. Y saludar con la cabeza a adultos que fueron niños a la vez que yo y que traen a sus hijos a este mismo pueblo casi anónimo, igual que hago yo. Me gusta su cine de verano y que vaya a seguir aquí hasta que no quedemos ninguno.

Dos días después volví a la ciudad y al verano en que quisimos enfrentar a dos contendientes tan distintas como Barbie y Oppenheimer. Una no me gustó nada; la otra, bastante. Creo que si las hubiera visto en la playa no me habría enterado de nada asolado por los recuerdos y las chicharras, pero habría merecido la pena. Hay cosas que preferimos hacer un poco mal.